martes, 11 de enero de 2011

PONER EL CUERPO. UN COMPROMISO ÉTICO DEL QUE ENSEÑA CON EL QUE APRENDE

Autor: Lic. María Rosa Pividori[1]

No soy docente de Educación Física y afronto la docencia en la formación de quienes sí lo van a ser desde una preocupada interrogación que, de antemano se sabe  desprovista de conocimientos y experiencias específicos del campo, pero -a la vez- tiene la certeza de la importancia de los mismos para cualquier proceso de formación que se proponga aprendizajes integrales e integradores.
Al respecto, una referencia personal –de las que siempre disponemos los docentes- la guardo en la mochila de la propia biografía escolar; allí enhebro pasajes inolvidables de una escuela secundaria intensa como dramática, encuadrada en el tiempo no menos rico y denso de la historia de todos hacia fines de los ´60 y principios de los ´70...
En el cedazo que permite la memoria aparece un poco de todo...
Ö               En los primeros años del secundario las horas de Educación Física eran el tiempo en que –salvo al comenzar el año cuando se realizaban rutinas para medir la capacidad toráxica, algo así como la velocidad en carrera y otras prácticas que no entendía bien el sentido- la profesora nos tiraba la pelota a las diez o quince habilidosas de voley o handboll en pos de una perenne puesta a punto del “seleccionado” femenino del colegio. Mientras tanto, las otras veinte del curso hacían tribuna sobre la escarcha o bajo el sol calcinante soliloquiando en paralelo proezas adolescentes de otros ámbitos... Era la hora de las aptas para... las demás sumarían después hinchada...
Ö               En los últimos años, finalizando el secundario tuvimos como Profesora a Imelda. A partir de ella, las horas de Educación Física fueron el tiempo para correr y llevarse a cuesta al que menos podía; para aprender a jugar y disfrutar de las que hasta entonces estaban “tapadas”; para organizar galas olímpicas, caminatas, campamentos, fogones, intercolegiales, campañas y por qué no, para armar ruedas humanas donde practicar la gimnasia de escuchar, comunicar, reir y proyectar entre todas...
En el primer caso se ponía mucho el cuerpo. Mejor dicho, un cuerpo; el de las alumnas con contexturas flexibles y permeables a parámetros estipulados como óptimos; el cuerpo músculo y movimiento para responder atento a las reglas de la competencia, el que coordina desplazamiento y espacio, el que resiste el fragor de los encuentros deportivos, el que convierte el tanteador como efectivo ganador para el propio bando...
En el segundo caso, el cuerpo era lenguaje comunicando aliento, entusiasmo, emoción, ayuda o pedido de auxilio; no sé si me alcanzan las palabras para decir lo importante que era el de cada una tras la maravillosa experiencia de entramar el de todas. También era movimiento para construir una identidad compartida tras la utopía que nos estrechaba en un trajín que concebíamos como transformador del mundo cotidiano; armonía muscular para transportar la sorpresa, el aguante, la flojedad o la contradicción de cada instante y otro tanto fuerza espiritual para imprimir sentido a la misma. Ambas dimensiones en una combinación indisoluble; el cuerpo se ponía en abundancia porque era una totalidad dialógica, solidaria.
La nostalgia me juega otra buena pasada y me pone en la pista de entender el sentido docente de la práctica de Imelda. De lo mucho que enseñaba se puede rescatar cuánto contribuyó para que se afronte una corporeidad adolescente hasta ese momento reprimida, desconocida o subestimada, a la vez que la instaló  como posibilidad a recrear en la construcción de una identidad propia y estrechamente conectada con los otros. 
Creo que pudo tanto porque primero puso el cuerpo ella, luchando por un espacio de enseñanza y aprendizaje distinto; un  lugar para que la corporeidad trascienda prácticas que generalmente la mutilan, estresan o proscriben. Seguramente esta actitud le trajo cansancio, aceleramiento del pulso, agitación o contracturas y debió luchar con esos obstáculos desde lo que sabía,  podía y no podía. Sin estridencias pero con esfuerzo inclaudicable apostó a una idea de la Educación Física que puso sentido emancipador al contenido escolar; otros espacios curriculares, a partir de ella, debieron revisar sus modos de poner el cuerpo.
Es precisamente aquí –en la idea de poner el cuerpo- donde quiero detenerme. Y se me ocurre pensar que si en un pantallazo auto-biográfico tanto sugiere esta idea –al menos dos modos distintos de concebirlo- cuánto podrá pensarse a partir de las prácticas docentes de los que compartimos este espacio de lectura y escritura.
Una primera pregunta al respecto me apunta la inquietud acerca de cómo se concibe hoy esto de poner el cuerpo: ¿puede constituirse en una opción Didáctica? .. y en este caso desde dónde y porqué su elección, su valoración, su significación...
¿Podría ser  además epistemológica hablando de la enseñanza, también y no tan sólo de la Educación Física? ¿Qué lugar ocupa el cuerpo a la hora de definir el conocimiento escolar? ¿Es sentido, sustancia, instrumento o..?
Estas cuestiones, tal vez por su complejidad, merezcan un tratamiento más exhaustivo, aunque lo que sí puedo afirmar es que:
Ÿ    si lo didáctico en su cabal complejidad tiene que ver con reconocer a la enseñanza  como práctica social que se comprende desde su situacionalidad histórica,  y desde las diferentes relaciones y significaciones que asume en la perspectiva de análisis de los sujetos y;
Ÿ    si lo epistemológico tiene que ver con entender que el conocimiento no reside en la cantidad de información que disponen los sujetos, sino en su capacidad para resolver problemas y adelantar consecuencias, seleccionar un material de lectura, elegir el argumento que fundamente una afirmación, decidir un camino frente a alguna encrucijada, encontrar amigos... Las situaciones, las experiencias, las decisiones que se toman llevan implícitos un profundo conocimiento del propio contexto y de la propia cultura, porque la acción de saber es situada y distribuida, no sólo porque el conocimiento es cultural sino porque la apropiación es social y se realiza desde una cultura y lugar determinados.
Poner el cuerpo a la hora de enseñar estaría vinculado a una comprometida actitud docente que se juega en serio...
a.     por lo que se enseña posibilitando en los que aprenden una mirada crítica y comprometida que oriente progresivas tomas de posiciones éticamente relevantes y epistemológicamente justificables; y, fundamentalmente,
b.    por el que aprende y lo que éste aprende en orden a propender a sujetos comprometidos con la construcción de una cultura de la creatividad, la imaginación, la participación social ...
Desde estas puntualizaciones sería oportuno preguntarse qué expectativas se tienen respecto de este tema de poner el cuerpo con relación al sujeto que aprende. Y, sin dudas, es una consideración problemática.
Si se atiende a lo que tradicionalmente se concebía, el cuerpo en todo caso era un vehículo portador de lo innato; se concebía que la cognición era una capacidad heredada que residía en el individuo; por lo tanto, el aprendizaje dependía de la inteligencia del alumno como capital disponible; como una plataforma naturalmente poseída en mayor o menor grado por unos u otros. Por lo tanto, aprendían los aptos, lo iluminados, los dotados biológicamente de una capacidad intangible e inmaterial denominada inteligencia (muchos íconos culturales dan cuenta de una comprensión de la inteligencia como entidad estática, aislada, descontaminada de lo corpóreo cotidiano)
Hoy, aunque estas perspectivas se fueron modificando, para muchos puede sonar hasta irónico aludir a la necesidad de poner el cuerpo para aprender si se atiende a lo que expresan las estadísticas en cuanto a que son muchísimos los pibes frágiles y desfallecientes por el hambre, el frío, el desamparo.
Además, el discurso docente re-ilustra esa patética realidad apuntando otros rasgos concomitantes como  el desinterés y la inercia... “Hoy no hay motivaciones, los pibes están en otra...” Y en función de ellos se derivan las justificaciones: ¿cómo y por qué poner el cuerpo nosotros si ellos no pueden o no están dispuestos a hacerlo para aprender”?
Este estado de situación generalizado fue dando lugar a una muy preocupante actitud de resignación que asume la realidad como fatalidad incontrastable. Así, en términos elementales -de una elementalidad injuriante-, se ha naturalizado la aceptación del aprender enfrentado a las condiciones de múltiples pobrezas que se diagnostican  como una indefectible subordinación del aprender al hambre en todos sus matices...
Ÿ “quien no come, no aprende”,
Ÿ “el desinterés es de los pibes”; “ya vienen así”
Nuevamente ese sujeto queda proscripto desde su corporeidad minusvalorada y, seguramente, persistimos afanosos en sostener que  “no se puede enseñar porque no están dadas las condiciones” y así, continuamos no entendiendo (no entender fatalmente) que el primer paso de la cultura es educar a los hambrientos, a los silenciosos, a los frágiles; ayudarlos a configurar un cuerpo para y por la vida... Para leer, elegir, decidir, pensar, actuar, sentir, proyectar, comunicar, intervenir y  hacerse fuertes por sobre las debilidades que se les imponen.
Lo peor es que –paradójicamente quienes estamos habilitados para trasmitir la pasión por aprender- seguimos habilitando a los aptos desde una conciencia de aptitud que en todo caso se parece a esa primera experiencia mía de poner el cuerpo; el cuerpo músculo, estética, instrumento, fuerza, producto, bien de consumo... Casi en un trágico reduccionismo que lo homologa a lo “superfluo”, “vendible”...
Nuestras propuestas didácticas y epistemológicas se auto-exceptúan de su compromiso ético con el enseñar y el conocer, auto-justificadas a-priori en la contundencia de una realidad que se asume como irreversible y así...
Ÿ  la enseñanza queda des-responsabilizada de lo que supuestamente no le incumbe,
Ÿ  por lo tanto, no tiene por qué revisarse.
Ante ello, sería deseable plantearse qué posicionamientos se asumen desde la formación docente o ¿acaso se hace caso omiso y se sigue trabajando cual si nuestros alumnos fueran a futuro  los docentes de apolos incontaminados respecto de las fatalidades de un olimpo que no existe?; ¿Qué enseñan nuestras prácticas docentes? -digo- porque no es lo mismo poner el cuerpo para abordar los replanteos pedagógico-didácticos, éticos, políticos que esta realidad demanda, que cerrar los ojos y trabajar a full tras espejismos que proyectan profesionales cultores de músculos esbeltos para sujetos hipermotivados por la actividad pura. Es decir, formar docentes para los que seguro aprenden...
Mientras  opere la creencia que para aprender deben estar dadas todas las condiciones –que además de estar mal planteado como problema, impide toda posibilidad de pensarlo como tal-, el aprendizaje será sólo una posibilidad para los vigorosos... y en esto poco habremos avanzado respecto de los discriminatorios criterios de la pedagogía espartana. ¿O en qué se diferencian las omisiones o renuncias que se ocultan tras la creencia analizada, respecto de aquel milenario gesto de arrojar los defectuosos a los acantilados?


[1] La autora es docente de la Universidad Nacional del Litoral en la carrera Licenciatura en Educación Física y del profesorado en Educación Física en la ciudad de Rosario.